Los
ciclos en los que reverdeció la ciencia en nuestro país coinciden con
momentos históricos regidos por un paradigma de desarrollo. A partir del
25 de mayo de 2003, hace hoy diez años, se pudo demostrar que para
contar con más y mejor ciencia y tecnología argentina, había que tomar
decisiones ciento por ciento políticas, que la ciencia –inseparable de
la política– es uno de los instrumentos de poder para producir cambios
sociales, y que el nivel de producción de conocimientos es uno de los
indicadores que distingue a los países ricos de los pobres, después de
décadas en las que la política liberal estaba desinteresada del quehacer
científico y escasos recursos del Estado la financiaban.
Hoy cada vez más investigadores locales publican en revistas
prestigiosas y un plan estratégico nacional orienta la actividad a
partir del diagnóstico de necesidades, vacancias y prioridades,
determinadas por decisiones que se toman en el interior de instituciones
y organismos, casi siempre todavía desconocidos para la mayoría de la
sociedad.
Durante estos diez años se inició la repatriación de científicos y
se frenó la fuga de cerebros, se federalizó la actividad para atender a
las demandas locales, se mejoraron los salarios, se incrementó el
presupuesto y se sacó a la ciencia del coma profundo en el que la había
dejado Domingo Cavallo. Recordemos, los científicos durante el menemismo
representaban un gasto inútil, y había que mandarlos a “lavar los
platos”. Además de intentar privatizar los organismos científicos, en
los años ’90 el Estado argentino pagó fortunas en retiros voluntarios a
investigadores que se llevaron consigo conocimientos que no pudieron ser
recuperados. Si bien el ataque no fue sanguinario como con el golpe
cívico-militar de 1976, el ajuste neoliberal y el pensamiento mágico de
los años ’90 fueron una guillotina para desa-rrollar una política
científica independiente.
A partir de 2003 comenzó la desmenemización, revirtiendo décadas de
exclusión educativa, bajo nivel de inversión en ciencia, escasos
recursos humanos y un sistema nacional de innovación débil y poco
articulado, que estimulaba la fuga de científicos. Desde 2003, la
materia gris es valorada en la Argentina, y cada año, por ejemplo, se
incorporan al Conicet 500 investigadores y 1500 becarios. El Conicet
tiene ahora unos 18 mil integrantes, entre los que hay 6500
investigadores (en 2003 eran 3800) y más de 8500 becarios. Con esto, el
paisaje en los centros de investigación de todo el país cambió y están
repletos de jóvenes que garantizan el trasvasamiento generacional.
Regreso de científicos
Si bien últimamente
está vinculado con la crisis que azota a los países centrales, el
regreso de más de 880 científicos al país desde 2004 es una señal de
estos tiempos.
No hay cifras oficiales, pero se estima que, en el exterior, hay
entre 4000 y 5000 científicos argentinos. Para cualquier política de
ciencia, los recursos humanos son fundamentales. Por ello en 2008 la
repatriación de científicos fue declarada política de Estado. Fenómenos
como la fuga de cerebros y la pérdida de talentos afectan a los países
periféricos, y la Argentina fue uno de los países de América latina que
más investigadores aportó a las naciones desarrolladas.
Cabe recordar que en pleno gobierno militar de Juan Carlos Onganía,
en la llamada Noche de los Bastones Largos de septiembre de 1966, 1300
técnicos y científicos se fueron del país y más de 6000 abandonaron la
UBA. La universidad era considerada “un nido de subversivos”. Durante la
última dictadura genocida, por lo menos 3000 profesores, personal
administrativo y estudiantes fueron expulsados de las universidades por
razones políticas. En el Conicet se cesanteó a casi un centenar de
investigadores. Las noticias sobre científicos desaparecidos circulaban
profusamente en periódicos y revistas científicas del mundo.
Innovación con inclusión
En estos diez años
aumentó un 68 por ciento el egreso de las universidades, lo cual
equivale a inclusión y movilidad social ascendente. El caso de la
Universidad Nacional de La Matanza es ejemplar: el 90 por ciento de sus
46 mil alumnos son la primera generación de universitarios de sus
familias.
También se concretaron las más importantes obras de infraestructura
en los últimos 50 años. Se construyeron 91 mil metros cuadrados de los
120 mil que se necesitaban en materia de infraestructura científica. El
Programa de Desarrollo de la Infraestructura Universitaria, orientado a
financiar el desarrollo de la infraestructura física universitaria, ha
financiado 206 obras (terminadas y en ejecución) por un total de 748,7
millones de pesos en el período 2005/2012, y el Plan Federal de
Infraestructura del Ministerio de Ciencia, en marcha a partir de 2008,
ha atendido cincuenta obras de institutos de investigación, con
ejecución en dos etapas. En la primera se financiaron obras por 319,1
millones de pesos y la segunda prevé 402 millones de inversión.
La inversión pública en innovación y desarrollo (I+D) alcanza el
0,62 por ciento del PIB, pero, a pesar del ejemplo que viene dando el
Estado, es escasa la inversión privada. La diferencia está en la cultura
empresaria y la matriz productiva. En Japón, donde toda empresa es
sinónimo de innovación y tecnología, la inversión privada en I+D
cuadruplica la pública, y supera el 2,5 por ciento del PIB.
La ciencia y la tecnología nunca existen en el vacío. Se
desenvuelven e interaccionan con un contexto político, económico, social
y cultural definido. Por eso la ciencia no puede ser neutral.
La maquinaria científico-tecnológica está alineada tras un proyecto
de industrialización y su impulso requiere de planificación económica.
En el mundo de hoy no hay lugar para paradigmas de ciencia aislada de lo
productivo. La riqueza de las naciones depende y dependerá cada vez más
de su capacidad de crear y utilizar conocimiento.
Es por eso que en pocos años la Argentina pasó de mandar a los
científicos a lavar los platos a sentarlos a la mesa de la toma de
decisiones. La creación del Ministerio de Ciencia, la megamuestra
Tecnópolis, la señal Tec TV, como parte de la celebración del
Bicentenario, es un mensaje claro: el conocimiento tiene que ir del
laboratorio al parque industrial y no del tubo de ensayo a un estante en
la biblioteca.
Un área en la que se lleva adelante esta revolución pacífica,
silenciosa y contundente es en el área nuclear. La CNEA, que fue casi
destruida por los gobiernos anteriores, fue puesta de pie. Hoy en día se
está construyendo el primer reactor nuclear de diseño ciento por ciento
argentino, el Carem; se está volviendo a enriquecer uranio en
Pilcaniyeu, y en general se han puesto en marcha todos los sectores
estratégicos nucleares que permiten pensar que en algún momento podamos
ser considerados líderes en exportación de tecnología nuclear.
Algo que ocurrió en el año 2005. La exportación “llave en mano” más
grande de la historia de la Argentina fue el reactor que Invap vendió a
Australia, el Opal, construido para la Ansto, Agencia de Ciencia y
Tecnología Nuclear de Australia. Una operación de ese tipo, sostenida
con el trabajo de cientos de personas calificadas, ubica al país entre
los líderes en el desarrollo de alta tecnología, y tiene un efecto
derrame en cuanto a la confianza del país como proveedor de tecnologías.
Logros
En diez años se desarrollaron semillas que soportan sequías. Se
finalizó la construcción de la Central Nuclear Atucha II, se clonaron
especies amenazadas de extinción. Se puso en marcha la primera planta de
Sudamérica que fabrica anticuerpos monoclonales. Se exportan
radioisótopos, insumo clave para la medicina nuclear. La vaca Rosita
produce leche maternizada; se desarrolló el Yogurito, un yogurt
probiótico que incluye bacterias beneficiosas para los chicos. Se
desarrolló el Bio Jet, un biocombustible para aviones. Desde el
Observatorio Pierre Auger, en Mendoza, se avanzó en el estudio de los
rayos cósmicos. Se inauguró el mayor laboratorio de bioseguridad de
América latina preparado para investigar bacterias, virus y parásitos.
Se fabricó el satélite SAC D que lleva un año en órbita. La empresa
Arsat construye tres satélites de comunicaciones. Se exportó un reactor
nuclear a Australia. Volvieron a funcionar los Astilleros de Río
Santiago, fábrica de barcos nacionales; empresas argentinas
desarrollaron micromáquinas y nanosensores. Se desarrolló un innovador
método de fertilización no invasiva; grupos participan en proyectos de
punta como el Colisionador de Hadrones (LHC). Se elaboró un cóctel para
el retardo de crecimiento de tumores, entre otros tantos logros. Más que
a méritos individuales, son avances que deben entenderse en el marco
del fortalecimiento y jerarquización de la actividad científica.
Y después...
Todas las señales indican
–como el plan Argentina Innovadora 2020– que se busca impulsar la
innovación productiva e inclusiva, sobre la base de la expansión, el
avance y el fortalecimiento del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e
Innovación. Por ello es preciso profundizar las políticas
transformadoras y comunicar a la sociedad la trascendencia de los
avances de esta década, dado que la ciencia no puede avanzar si no se la
acompaña con una debida conciencia de las mayorías.
Es decir, con la reconstrucción y articulación del sistema
científico nacional en marcha, es tiempo de movilizar, ampliar los
espacios para la discusión de las políticas científicas, incrementar la
circulación pública del trabajo de los organismos científicos, ampliar
los espacios de popularización, continuar acercando la ciencia a la
sociedad, vinculando los avances de la ciencia con el desarrollo humano.
Explicar que la ciencia no es solamente teoría básica, sino fruto de
una política para resolver demandas sociales o estratégicas. El futuro
se inventa.