"Relacionarse con el propio cuerpo
como algo ajeno es ciertamente una posibilidad que expresa el verbo
tener. Uno tiene su cuerpo, no lo es en grado alguno. De aquí que se
crea en el alma, después de lo cual no hay razones para detenerse, y
también se piensa que se tiene un alma, lo que es el colmo".
Jacques Lacan
El
hombre es un animal doméstico. Dependiente hasta entrados los años, no
se diferencia demasiado de un perro, un gato, una oveja o una tortuga.
Por cierto, la pericia o impericia en el uso del lenguaje lo convirtió
en otra cosa, máquina de guerra, artista, pastor de rebaño o experto en
la percepción y medida del tiempo y el espacio. Así las cosas, es
imposible ocultar para quien escribe cierta simpatía por los autistas,
esa especie de homúnculo que prefiere no hablar, no comunicar, que
escucha al Otro pero es indiferente, verboso a su pesar, “cultor” de
estereotipias y ecolalias. El autista es un intruso con el que las
familias no saben qué hacer. Pero no es un activista en potencia, no
sabe (como nadie) por qué hace lo que hace, tampoco es autónomo. Es un
niño. Y sin embargo, es un niño que puede inventar un modo de soportar
ese dolor y con el paso del tiempo transformarlo, transformarse en
activista, escuchar, hacerse responsable de sus actos y ganar (como
cualquiera) una módica autonomía.
Es una posibilidad abierta si no
cae en las orejas y las manos de la medicina, la neurobiología, la
biopolítica o el conductismo que hegemonizan el modo de la técnica
contemporánea y privilegian, con algún propósito que no viene al caso,
su alianza con la industria farmacéutica. El mercado del autista
contemporáneo lo quiere educado como muñeco y consumidor, antes que
aquel clásico capaz de rechazar todo lazo y mortificarse. El autista es
hijo de unos padres desorientados que en casa tienen un problema y que
para terminarlo, si es imprescindible, si es por su bien, será objeto de
reeducaciones, manipulaciones, invasiones, adiestramientos,
tratamientos electroconvulsivos, cargas de neurolépticos. Se fracasará
pero se volverá a intentar. Aquellos que se espantaban de los campos de
reeducación ideológica de Pol Pot en Camboya no tienen idea de lo que
sucede en los laboratorios occidentales
. Alguien vuela sobre el nido del cuco y recuerda al Kaspar Hauser de Herzog.
Eso es lo que está pasando en la actualidad, en los tiempos hipermodernos.
Dice
el psicoanalista francés Guy Briole: “En la aceleración actual (…) todo
es aplicable inmediatamente y sometido al dictado de la evaluación y la
rentabilidad. Este desplazamiento del lugar político, sociológico,
filosófico y cultural donde se piensan los proyectos para el hombre de
mañana hacia la racionalización fría del ingeniero y del economista, es
lo determinante. Pretenden remodelar la sociedad y los hombres que la
componen a partir de los progresos científicos considerados, ellos
mismos, según criterios de rentabilidad”.
Esto es: aplastar la
singularidad del autista por una protocolización evaluativa,
normativizante, universal y pedagógica. El autista es imposible de
pedagogizar hasta cierto punto. Luego, será, como escribió Jean-Luc
Milner, una cosa más entre las millones de cosas que lo rodean.
¿Qué
buscan los psiquiatras, psicólogos y médicos operadores del mercado?
Según Briole, “identificar cohortes biológicas y crear grupos más
homogéneos basados en aspectos seleccionados. Entienden por ello
criterios bioquímicos, genéticos, histológicos, neuroradiológicos y
cognitivos, así como una pertinencia de las comorbilidades del autismo
con la epilepsia, las miopatías y otras enfermedades muy poco
frecuentes”.
El autismo es manos del cognitivismo, según Eric
Laurent, lo único que trajo “es la multiplicación por diez del número de
casos en veinte años”, sin olvidar que “dicha categoría se funda en
hipótesis que los últimos veinticinco años no han permitido confirmar de
ninguna manera”, dice el psicoanalista desde París.
Gabriela Grinbaum, psicoanalista argentina y co-directora de la publicación
Registros,
en cambio, no cree que haya “más autistas en la actualidad, pero es
cierto que bajo la nosografía impuesta por el DSM, el Trastorno general
del desarrollo, conocido como TGD, no sólo recae sobre los niños
autistas o psicóticos sino que es diagnosticado de la misma manera todo
niño con problemas de conducta más severos: de agresividad, cambios de
humor, los que no se adaptan al colegio, es decir, los que no encajan,
los que salen de la media. Y como el TGD es una etiqueta multiuso, da la
impresión que hay más. Y el resto padece ADD, déficit atencional. Y la
ritalina es moneda frecuente”.
Su colega, Luján Iuale, autora de
Detrás del espejo
(Letra Viva), no la desmiente: “Hay un avance cada vez mayor respecto a
la medicalización y patologización de los niños. Este problema no es
exclusivo de los autistas. Sí, cada vez más se presenta a estos niños,
desde la perspectiva del déficit, que trae como correlato la idea de
medicar para “regular”, y de re-educar y re-habilitar lo disfuncional
con fines adaptativos, desconociendo que más allá de lo que está
perturbado en cada ser hablante, estos niños presentan modos
particulares de producción subjetiva. Lamentablemente la dupla
TCC-fármaco intenta imponerse como paradigma científico, desconociendo
la importancia del trabajo psíquico como motor. No me cabe duda que el
avance de esta dupla responde además a fuertes intereses económicos.
Esto no quiere decir que todos los terapeutas que trabajen con dicha
orientación persigan fines de lucro, sino que se montan empresas muy
rentables pero que no sacan al niño del aislamiento”.
Como sea, en
los Estados Unidos y Europa, la multiplicación de autistas crece, pero
muchos suponen que serían más si los psicoanalistas continuaran
tratándolos.
En marzo de este año, en una crónica del diario
Clarín podía leerse que “según un informe difundido por el Centro para
el Control y Prevención de las Enfermedades (CDC), la principal entidad
oficial de monitoreo del tema en los Estados Unidos, la cantidad de
casos subió un 78% desde el 2000. En la actualidad, uno de cada 88 niños
sufre este trastorno neurobiológico (sic)”.
Así y todo, en
Francia han puesto manos a la obra: el 26 de enero pasado quedó
registrada, en la presidencia de la Asamblea Nacional, una propuesta de
ley que apunta a prohibir el acompañamiento psicoanalítico de las
personas autistas, en favor de los métodos educativos y conductuales.
Pretende también pedir a las universidades la exclusión del
psicoanálisis de las asignaturas concernientes a la enseñanza acerca del
autismo.
En su momento, el autismo recibió de Francois Fillion,
primer ministro del gobierno de Nicolás Sarkozy, la cucarda de “Gran
causa nacional 2012”. Y desde ese momento, asociaciones de padres de
niños autistas sostienen una guerra: “la guerra está declarada contra el
psicoanálisis”.
Esta campaña, preparada por profesionales del
periodismo, caricaturiza al psicoanálisis y propone terapias
conductistas como única solución al autismo en su conjunto. La operación
se apoya en el recurso a la ciencia que habría demostrado la causa
biológica. Pero por el momento esa causa es una falacia que nadie ha
podido demostrar.
Al respecto, Laurent dijo que “la maniobra está
arropada mediante el recurso a la ciencia que afirmaría poder explicar
el conjunto de los fenómenos mediante una estricta consideración
biológica, sin tener en cuenta la relación que sustenta el sujeto con el
mundo, hasta tal punto la apariencia de ciertos autistas permitiría
pensar en este corte. El drama de salud pública planteado por estos
sujetos coloca sin embargo en primer plano la recepción de estos
síntomas en un discurso. Incluso si se explica el sorprendente
crecimiento del número de casos mediante artefactos estadísticos, hay
que explicar por qué la mirada clínica desvela mejor estos síntomas.
Además, es el único ‘trastorno’ psíquico en el que la metáfora de la
reducción del trastorno a un ‘desequilibrio químico’ como en la
depresión, por ejemplo, es rechazada”.
La psicoanalista argentina
Alejandra Glaze, lo dice de otra manera: “Debemos saber que en cualquier
ley hay un vicio de estructura: está construida en base al ‘para
todos’; la ley está preparada ya desde su origen como rechazo de lo
singular. Es por eso que en la educación de los niños hay algo singular
que se debe ajustar al ‘para todos’, tarea siempre imposible si seguimos
a Freud. Pero la pregunta de interés es qué es lo que hay que
homogeneizar en ese juego del ‘para todos’: el encuentro con la lengua.
Algo que se pone en juego antes de lo que se enseña y se aprende, antes
de los que mandan y obedecen, que constituye lo más singular del sujeto.
“Se
debe valorizar al niño autista, no captarlo como un deficiente
manipulador, sino como un sujeto inteligente entorpecido por sus
angustias. En el tratamiento, se trata de estar allí, presente, para que
el niño invente, cada uno, una manera de hacer con eso que lo angustia,
no invadiéndolo ni amenazándolo con propuestas que vayan contra sus
invenciones sino contando con sus potencialidades y sus incapacidades,
pero también con su objeto privilegiado, el objeto autista. Estar allí,
en presencia, uno por uno, para que pueda ser escuchado en lo que tenga
que decir, y para que encuentre una forma de hacer con eso que lo
retiene en esa posición encapsulada, en un intento de ligar el
significante al cuerpo”.
Pero un episodio posterior al de la
Asamblea Nacional, agitó más las aguas. Eric Laurent, junto a Alexandre
Stevens y Esthela Solano, demandaron a la realizadora del documental
El muro, Sophie Robert, por difamación, argumentando que la forma en que la película,
donde
aparecen sus testimonios, presentaba una edición tendenciosa y
distorsionada al solo objeto de hacer circular una diatriba contra el psicoanálisis.
Y
Ana Ruth Najles, psicoanalista también, recuerda que “en un texto de
1967 Jacques Lacan ubicó a la segregación como el problema más candente
de nuestra época ya que está conectado con la relación que existe entre
‘el avance de la ciencia y el cuestionamiento de todas las estructuras
sociales que éste trae aparejado’.
“Interpretamos este camino de
segregación como la pérdida del estatuto de ser hablante, dejado sin
palabras, sin responsabilidad, para caer en el estatuto de objeto de
manipulación por parte del mercado, homologable a cualquier objeto
producido por la tecnología: esta objetalización da lugar a lo que Lacan
denomina el ‘niño generalizado’, que se traduce como ‘todos iguales’,
es decir, para todos el mismo goce.
“El niño generalizado,
producto de las variantes modernas de la segregación, segrega a su vez
la muerte misma. Excluir el hecho de que no hay posibilidad de saberlo
todo, de tenerlo todo, de decirlo todo, de no morir, de gozar de todo,
eso es segregar la muerte. Esta época se caracteriza como la época del
Otro que no existe, ya que el Otro, como lo dice Jacques-Alain Miller,
en tanto garante de la verdad universal, no existe más. Los ideales de
otrora ya no se sostienen.
“Entonces, ¿qué lugar ocupa un niño para este sujeto auto-referencial, constituido como narcisista, el del discurso capitalista?
“El
mercado ha tomado a los niños como destinatarios privilegiados de sus
estrategias de consumo, transformándolos así en los
consumidores-consumidos por excelencia. Y esto se manifiesta en un
fenómeno de los últimos años: el de los niños diagnosticados masivamente
en el mundo occidental con un trastorno inventado, el así llamado ADD
–síndrome de déficit de atención–, y medicados a veces durante la
infancia y adolescencia, o la vida entera.
“Digo ‘síntomas
modernos’ de la infancia entre comillas para hacer notar que tanto los
chicos inquietos en el aula como los fenómenos del autismo no son
fenómenos nuevos. Lo que es nuevo es el esfuerzo que la ciencia hace, de
la mano de los medicamentos y del mercado, por hacerlos callar. Por
dejar a los niños sin palabras, sin responsabilidad, en posición de
objetos consumidos por el mercado de las ‘drogas’ lícitas. Ciertas
corrientes de la industria farmacéutica se interesan por tener el
control absoluto sobre estos ‘síntomas’ y el mercado que generan.
“La
cantidad de chicos medicados con ritalina por el ADD, permite leer un
aspecto de la cuestión, más allá o más acá de las políticas en juego;
por el sesgo de una autoridad (la de los educadores) que ya no se
sostiene, dada la debilidad del discurso pedagógico, discurso que padece
de una insuficiencia radical para transmitir un saber en la época de
Internet”.
Pero el titular del Ejecutivo francés, el “socialista”
Francois Hollande ya comunicó su decisión a los psicoanalistas:
“Tratándose en particular del autismo, voy a sacar las consecuencias del
reciente informe de la Alta Autoridad de Salud (Haute Autorité de
Santé, HAS)”. Basándose en el mismo informe, Daniel Fasquelle, diputado
del partido de Nicolás Sarkozy, anunció su intención de introducir un
proyecto de ley para prohibir “las prácticas psicoanalíticas con los
autistas”.
¿Está perdida la batalla? Jean-Claude Maleval (de quien
Grama acaba de publicar
¡Escuchen a los autistas!),
se pregunta lo mismo. “¿Cuáles son entonces las principales
conclusiones de la HAS en 2012 con respecto al tratamiento del autismo?
¿Y qué consecuencias se pueden sacar de ellas? Ninguna de ellas descansa
en pruebas científicas establecidas. Dos enfoques, el método ABA y el
programa de desarrollo de Denver, reciben un grado B, que designa una
‘presunción científica’ de eficacia, mientras que el programa TEACCH
obtiene el grado C, que designa ‘un bajo nivel de prueba’. En cambio,
los ‘enfoques psicoanalíticos’ y la ‘psicoterapia institucional’ se
consideran como ‘intervenciones integrales no consensuales’: no resulta
posible concluir a favor de la pertinencia de estas intervenciones
debido a la ‘ausencia de datos sobre su eficacia y a la divergencia de
los puntos de vista expresados’. Existe, sin embargo, una considerable
literatura consagrada a los tratamientos psicoanalíticos del autismo.
Datos existen, pero hay que aclarar que no existen los que cumplen con
los requisitos metodológicos de la HAS”.
Jorge Alemán,
psicoanalista y agregado cultural de la embajada argentina en España,
sostiene desde Madrid que “más allá de la gravedad de la prohibición con
respecto a la cuestión especifica del autismo, el asunto de fondo es
que se vuelve cada vez más patente el antagonismo entre los dispositivos
de evaluación, control y producción biopolítica de la subjetividad
–consumados ahora en la hegemonía neoliberal en Europa– y la ética del
psicoanálisis: es la ideología de la ‘objetividad’ y la ‘metafísica de
los expertos’ asumidas por el Estado como instrumento de las mismas, la
que rechaza la experiencia del inconsciente”.
Podría decirse que
la batalla legal y cultural está perdida, a pesar que el inconsciente no
es un objeto o un artefacto sino que se conoce por sus efectos, que
ningún modelo computacional puede calcular y nada los pueda hacer
desaparecer, ni siquiera en esta época, de la cual el autismo es una
perfecta metáfora.
Grinbaum retrata a la hipermodernidad como “un
estilo autista general, lo que hace que los niños autistas queden muy
camuflados. Dos niños se juntan a jugar cada uno con su aparatito y
nadie nota que tras ello se oculta una dificultad de lazo al otro, un
rechazo radical al otro, que es lo que caracteriza al autista. Digo que
en los tiempos contemporáneos todo se dirige hacia un mundo, insisto, de
estilo autista, con goces autistas, y cuando finalmente el encuentro
del grupo se concreta, por supuesto vía Facebook, lo que se produce es
una reunión de amigos que no largan su gadget y difícilmente conversen
entre ellos. Las familias se sientan a comer, clásicamente el momento de
reunión e intimidad, a lo sumo interrumpida por algún programa en la
tele, y hoy cada hijo, incluso para mantenerlo sentado, está inmerso en
su iPad, iPod Nintendo y demás”.
Alejandra Glaze no es menos
clara: “un sujeto autista encarna la negativa a no dejarse dominar por
la intrusión que implica la existencia del Otro; a no dejarse someter a
esa violencia que significa estar tomado en un discurso. El autista nos
muestra el rechazo a un modo de ser habitando una lengua. Se trata de un
Otro que funciona como una pura exterioridad de todos los
significantes. Es quien justamente no se deja tomar en ningún discurso,
va solo con su invento, que lo protege de la angustia, y con su objeto
autista, lo que hace que desde ciertas corrientes en las que se lo
intenta normalizar, se llame a sus conductas ‘obsesiones’, y se quiera,
muchas veces, eliminarlas lisa y llanamente.
“Sabemos que el
discurso de la ciencia no se lleva bien con la singularidad del sujeto, y
también que es poco proclive a aceptar las diferencias, de modo que
siempre tiende a acallarlo y proponerle conductas ligadas a una
normalización. En este sentido, la especificidad del autista es
concebida como un obstáculo al discurso educativo y al científico, que
muchas veces van juntos. De ahí ese interés tan decidido por borrar
cualquier especificidad de ese sujeto, e intentar llevarlo hacia el
terreno de lo esperable.
“Es de lamentar que en nuestra época nos encontremos frente a un
impasse
en el que el mercado de la salud mental segrega la subjetividad, más
evidente aún en el caso de los niños, utilizando nombres que etiquetan
los síntomas como disfunciones. El autismo y el ADD son algunos, que
reducen ese supuesto disfuncionamiento a un dato estadístico a completar
en un protocolo, y evitando la pregunta sobre el malestar que aqueja al
sujeto; mediante el rechazo a la subjetividad, estas corrientes
inflacionan el autismo contemporáneo, objetalizando aún más a esos
mismos niños. La idea que subyace en dichas medidas de control social
tiene que ver con la idea de un hombre neuronal y un niño programado,
que responda a los ideales de la época, hoy más ligados a la efectividad
y a la producción que a la invención singular.
Pero “es
interesante pensar por qué a la hiperactividad le siguió en interés el
autismo. Son dos diagnósticos que suelen utilizarse en el discurso de la
ciencia cuando el sujeto no se deja ‘atrapar’ o ‘normalizar’. Son
enigmas de la ciencia a los que intentan dar respuestas rápidas sin
pasar por lo que implica entender a qué responden. A ambos, se les pide
sólo que obedezcan. Tal vez la causa pueda encontrarse en la
patologización de los cuerpos, en esa práctica de la biopolítica que
hace ingresar a los dispositivos de control hasta lo más íntimo del
cuerpo; biopolítica que se topa con un obstáculo que procede de lo real,
la pulsión, que no es digitalizable ni representable por ningún
procedimiento técnico”.